Por Alberto Buela
Alrededor de la época del Centenario (1910) se
escribieron una cantidad significativa de textos en torno al criollismo. Lo
inauguró Rafael, el hermano de José Hernández, el autor de nuestro Martín
Fierro, con una conferencia en Peuhajó en 1896: Nomenclatura de sus calles, lo siguió Lucien Abeille en 1900 con El idioma nacional de los argentinos. Vino
luego Ernesto Quesada quien en 1902 publicó El
criollismo en la literatura argentina. Ricardo Rojas con La restauración nacionalista de 1909 y
Leopoldo Lugones con El Payador,
conferencias dictadas en 1913 y publicadas en 1916, cierran este ciclo
brillante de la literatura específica sobre lo criollo y el pensamiento
nacional argentino.[1]
Hoy pasado un siglo y algo más, es interesante
echar una mirada retrospectiva sobre el asunto que tantos desvelos ocasionó y
que a nosotros nos parece tan distante.
Esquema
breve
Hagamos un poco de historia de literatura
criolla para poder situarnos en el asunto. El primer autor gauchesco es el
oriental Bartolomé Hidalgo (1788-1822), quien desarrolló toda su vida en Buenos
Aires, murió en Morón y escribió en la época de la independencia (1810) cielitos
patrióticos y le canta a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Era de
profesión barbero y escribe como tal. “Utiliza
la verba descosida propia de su oficio”, afirma Lugones. No nació gaucho
pero supo interpretar su sentir y escribió con el modo de decir de este nuevo
tipo humano que había surgido en América: el gaucho.
Luego por la época de Caseros (1852) surge
Hilario Ascasubi (1807-1875), quien nació cordobés y murió en Montevideo, con
su trilogía, Santos Vega, Aniceto el
gallo y Paulino Lucero. Su poesía fue más política que poética y pasando el
tiempo pierde interés su lectura. Su poesía se denominó gauchi-política y fue
siempre unitario. “el mulato Ascasubi
resolvió explotar el género gauchesco a favor de su partido”, afirma R.
Hernández en 1896. Y Lugones terminante, como de costumbre, dice: No tenía de gaucho sino el vocabulario, con
frecuencia absurdo”.
Le sigue luego, como su discípulo, Estanislao
del Campo (1834-1880, quien bajo el pseudónimo
de Anastasio el Pollo publica en 1866
Fausto.
Es el autor más criticado por gringo y por su desconocimiento
de todo lo gaucho. El primero que lo critica es Rafael Hernández en la
mencionada conferencia, donde sostiene: “Su
obra está llena de incongruencias y artificios. Del campo ha creado en su
Laguna un domador de opereta desconocido en el país. El gaucho Laguna monta un
flete escarciador y coscojero que aunque era medio bagual, él lo deja con las
riendas arriba. Este parejero se llama Záfiro, piedra preciosa que ningún
gaucho conoce. Y es de pelo overo rosado, justamente el pelaje que no ha dado
ningún parejero, y conseguirlo sería tan difícil como un gato de tres colores”.
Por su parte Ernesto Quesada dice: “Del Campo siempre fue un pueblero, que tan
solo superficialmente conocía al gaucho. De ahí que su libro sea una obra que
nada tiene de gauchesco en las ideas y sentimientos: únicamente se sirve del
disfraz del dialecto gaucho”.
Lugones es definitivo cuando afirma: “Puede observarse en el primer verso: ningún
criollo jinete y rumboso como el protagonista, monta un overo rosado: animal
siempre despreciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o servir
de cabalgadura a los muchachos mandaderos; ni menos lo hará en bestia destinada
a silla de mujer, como está dicho en la segunda décima, por alabanza absurda,
al enumerarse entre las excelencias del overo, la de que podía “ser del recado
de alguna moza pueblera”. Además en la misma estrofa habíalo declarado medio
bagual; lo cual no obsta para que inmediatamente pueda creerlo “arricionado”,
es decir manso y pasivo. Por último, y para no salir de las dos primeras
décimas, que ciertamente caracterizan la composición, ningún gaucho sujeta su
caballo sofrenándolo, aunque lo lleve hasta la luna. Esta es una criollada de
gringo fanfarrón que anda jineteando la yegua de su jardinera”.
Agreguemos nosotros que al potro no se le pone
de entrada freno sino bocado (tira de cuero ablandada que ata la cabezada al
maxilar inferior del yeguarizo). Que sofrenar es un tirón de riendas muy fuerte
que ensangrienta la boca del caballo y lo vuelve “quebrado de boca o
estrellero”. Lo vuelve de difícil conducción. Sofrenar el caballo no es propio
del gaucho sino del gringo enojado. El gaucho clava espuelas, el gringo golpea
la cabeza del animal.
Finalmente Jorge Luis Borges, que fue un
internacionalista liberal, aunque no pudo dejar de ser criollo, reconoció: “Yo me declaro indigno de terciar en estas
controversias rurales; soy más ignorante que el reprobado Estanislao del Campo”.
[2]
En el mundo de los gauchos, del que ya no
queda casi nada, se solían enseñar ciertos versos para determinar la calidad de
los yeguarizos. Así nuestros viejos padres criollos nos enseñaban versos como
estos:
Calzado de una,
jugale tu fortuna.
Calzado de dos,
guardalo para vos.
Calzado de tres,
no lo prestes ni lo des.
Calazado de cuatro,
vendelo, caro o barato.
Y a los pelajes desde siempre se le atribuyó
cualidades. Así, el moro fue acero,
siempre se lo consideró un animal superior. Martín Fierro va con su moro a la
frontera:
“Yo llevé un moro de número
¡sobresaliente el matucho!
Con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita”
Está el moro de Facundo Quiroga, que se lo
roba Estanislao López y casi van a una batalla por recuperarlo.
Los tordillos (color blanco) son grandes
nadadores. El oscuro es pájaro, gran corredor. El zaino (color negro) sirve
para todo. El tobiano, como pelo brasileño que introduce Urquiza cuando desfila
por Buenos Aires después de Caseros, no sirve para nada (hay acá un mensaje
ideológico). El blanco es quitilipe, que no ve de día. El alazán es chasquero,
de corto y rápido galope. Y el tostado, antes muerto que cansado.
Después de este “salto atrás” que es el Fausto de Estanislao del Campo aparece
en 1872 el Martín Fierro. Y en él José
Hernández [3]
se agotó como poeta y agotó la poesía gauchesca más genuina. Todas las obras
posteriores del género o cayeron en la vulgaridad como fueron los dramones o
sainetes criollos inaugurados por Eduardo Gutiérrez para burla y escarnio del
gaucho y continuados por el circo del gringo Anselmi y sus diálogos y payadas
en cocoliche.
Cocoliche es el nombre de un personaje del
drama gauchesco Juan Moreira, también de Eduardo Gutiérrez, quien habla una
jerga mezcla de italiano y español.
La polémica del Centenario llega en ese
momento histórico (amasijo de cocoliche y gauchesco) en donde se plantea la
posibilidad de la existencia de un idioma nacional argentino distinto del
castellano, así un autor francés (Lucien Abeille) y un presidente suizo francés
(Carlos Pellegrini) son partidarios de tal empresa ¿qué raro esto de ir contra
todo lo español por parte de los franceses o sus descendientes?. Nos suena a
historia repetida. Mientras que Ernesto Quesada, Eduardo Wilde, Miguel Cané y
otros sostienen la defensa del castellano como lengua nacional. A ellos se sumó
el insobornable don Miguel de Unamuno, quien a pesar de ser raigalmente vasco y
estar contra la Academia de la Lengua, juzgó el intento como un desatino. Es
más, el filósofo español se extendió incluso sobre lo latino, previniéndonos
sobre la espuria tesis de los franceses, luego adoptado por el pensamiento
único, de denominarnos “latinoamericanos”. Y así afirma: “Ganas me dan de hablarle del latinismo, suponiéndole acaso enterado de
que siento poco entusiasmo hacia él y de que estoy cada vez más convencido de
que los españoles, y creo que también los hispanoamericanos, tenemos poco de
latinos y que es locura querer latinizarnos torciendo nuestro natural”. [4]
Vienen luego los trabajos de Rojas, Lugones,
Gálvez, Ugarte que son los que inauguran, propiamente, el pensamiento
argentino. Pensamiento que encarna, por un lado, la reacción contra el
positivismo de las generaciones del 80 y del 96 (José M. Ramos Mejía,
Florentino Ameghino, Carlos Octavio Bunge, José Ingenieros) y por otro, la
respuesta a la pregunta por la identidad nacional e hispanoamericana.
El
criollismo en el bicentenario
¿Qué quedó de todo esto?. Hoy a doscientos
años del primer grito de independencia se puede hablar de criollos y criollismo
en Argentina?
Hoy los filósofos argentinos, si es que los
hay, se limitan a media docena de investigadores del Conicet, algunos
profesores universitarios, y tres o cuatro pensadores sueltos.
Los investigadores se ocupan como sus
antecesores de “la inmortalidad del cangrejo”, temas abstrusos e
incomprensibles que les dan de comer de por vida colgados de “la teta del
Estado” con viajes y canonjías por todo
el mundo “hablando por hablar sin decir que nada es verdadero o falso”. Los
profesores siguiendo los amorfos programas, copia en su mayoría de los de USA o
Europa. Y “los sueltos”, mirándose el ombligo” en tesis individualistas y
personales que le importan un bledo a la comunidad argentina.
El hecho cierto, el hecho bruto impuesto por el peso de su evidencia,
es que no hay en Argentina hoy (2012) filósofos criollos como los había en el
Centenario. Y así la pregunta por la identidad, por la mismidad se ha
transformado en una pregunta por “lo Mismo”. Con acierto observa mi amigo Alain
de Benoist que: “la ideología de lo Mismo
se encuentra más que nunca en marcha. El irresistible movimiento
de globalización, de esencia
tecnoeconómica y financiera, cada día tiende más a desarraigar a los pueblos y
las culturas, a las identidades colectivas y los modos de vida diferenciados.
Los poderes públicos disponen además, hoy en día, de medios de control que los
antiguos regímenes totalitarios apenas pudieron soñar. ¿No sería posible llegar
con suavidad, e incluso con el consentimiento de las víctimas, al estado de
uniformidad que los sistemas totalitarios intentaron instaurar mediante la
violencia?”. [5]
Y nuestros pocos filósofos argentinos no han podido romper el corset del pensamiento único y
políticamente correcto.
Ya no más un Guerrero, un de Anquín, un Taborda, un Virasoro, un Casas.
Hoy los pocos que hay llevan apellidos extraños. Como dice el tango: yo sé que ahora vendrán caras extrañas.
Pero, vayamos al grano y no nos distraigamos con “el gringaje”
intelectual.
En primer lugar habría que distinguir entre lo
criollo y lo gaucho. El viejo principio filosófico de distiguere ut iungere (distinguir para unir) es fundamental para
dilucidar este tema. En un trabajo que leímos en la Quiaca y en Tupiza
(Bolivia) a propósito del primer combate de la guerra de la Independencia, el
del 7 de noviembre de 1810 en las márgenes del río San Juan del Oro, titulado El orden criollo [6] afirmábamos: Este fue el orden que se dio fácticamente con la cultura del caballo,
que se dio políticamente con los gobiernos que privilegiaron y defendieron lo
nuestro y que se dio culturalmente cuando pensamos con cabeza propia. El orden
criollo implica la existencia de una cosmovisión, es decir, una visión
totalizadora, hoy se dice holística, del hombre, el mundo y sus problemas,
expresada en el estilo de nuestros hombres de campo o del hombre de ciudad que
siente el campo.
Y acá viene y hay que hacer una distinción
fundamental entre lo gaucho y lo criollo. Distinción que hiciera Juan Carlos
Neyra en un impecable, breve y profundo ensayo. El gaucho y lo gaucho término
peyorativo hasta que lo recuperan San Martín y Güemes y es bueno que se
recuerde y se lo recuerde desde acá, desde la Quiaca, implica una forma de
vivir que necesariamente se da en el campo, en donde el gaucho muestra todas
sus habilidades camperas, todas sus pilchas como en esta fiesta, todas sus
destrezas en juegos como el pato, la taba, la sortija y en danzas como el
triunfo, el gato, la zamba, la cueca, la chacarera o el chamamé. En donde los
silencios tienen sus sonidos y los trabajos sus tiempos en un madurar con las
cosas, tan propio del tiempo americano.
¿Y lo criollo entonces?. Criollo es aquel que
interpreta al gaucho y lo criollo es un modo de sentir, una aproximación
afectiva a lo gaucho. Es por eso que lo
gaucho es necesariamente criollo pero un criollo puede no ser gaucho. De allí
que esos viejos camperos de antes decían: Nunca digas que sos gaucho, que los
otros lo digan de vos.
Así, pudo acertadamente escribir Neyra: Si gaucho
es una forma de vivir, criollo es una forma de sentir” [7]
Y esta distinción se ve claramente en la
estrofa del poema nacional que dice:
Tiene el gaucho que aguantar
Hasta que lo trague el hoyo,
O hasta que venga un criollo
En esta tierra a mandar.”
Nosotros
tenemos que demandar, que exigir que nuestros gobiernos sean criollos porque es
la forma más genuina de sentir lo propio. Lo criollo funda la preferencia de sí
mismo en los argentinos y americanos.
Si hace
cien años atrás Quesada, Lugones, Rojas, Rafael Hernández, Ugarte afirmaban que ya no se encontraban más
gauchos y que los pocos que quedaban se iban al tranco para que no se piense
que huyen de miedo y llevaban sobre sus hombros su poncho como bandera
arriada.
Hoy podemos
afirmar que no hay más gauchos y que el gravísimo daño que se hace a su figura
es representarlos en los centros tradicionalistas a través de “gauchos de
tienda”, hombres disfrazados de gauchos.
Pero, si bien el
gaucho desapareció, lo que perdura es lo criollo como la forma de sentir lo
gaucho.
El gaucho es el
tipo humano en donde se plasmó de mejor manera lo criollo, pero lo criollo es
el fondo, es el núcleo aglutinado de valores que le da sentido a lo gaucho. En
una palabra, que desaparezca la forma, en tanto que apariencia,(hoy los centros
tradicionalistas son solo apariencia de lo gaucho) no nos autoriza a colegir
que murió su contenido; esto es, el alma
gaucha, o sea, la expresión más propia de lo criollo. Muy por el contrario, lo
que se tiene que intentar, a partir de este bicentenario, es plasmar bajo
nuevas apariencias o empaques los valores que sustentaron a este arquetipo de
hombre, como lo son: a) el sentido de la libertad, b) el valor de la palabra
empeñada, c) el sentido de jerarquía y d) la preferencia de sí mismo. No existe
ningún pensador nacional iberoamericano, más allá de las disímiles posiciones
políticas, que no sostenga estos cuatro principios fundamentales del alma hispanoamericana.
Así el orden criollo nace a partir de allí
y es expresión política y cultural de esa esencia propia y específicamente
nuestra, esto es, de la ecúmene, de esta gran casa que es América, que como lo
hóspito nos recibe, nos hospeda a todos nosotros (aborígenes, gauchos y
gringos) que desde lo inhóspito hemos llegado a América buscando la posibilidad
de ser plenamente hombres.
Una genuina
lectura del bicentenario consistiría en la interpretación en clave criolla de
los sucesos y acontecimientos que estamos padeciendo o sintiendo.
Si bien hoy no
nos está permitido hablar de “los gauchos”, ni de “los gringos”, ni de “los
indios”, hoy estamos obligados a hablar de “lo criollo” como forma de expresión
más propia y connatural de los argentinos y americanos.
Y hablando así
podemos mandar al traste a todo indigenismo y a todo cosmopolitismo que nos extrañan de nosotros
mismos, “torciendo nuestro natural” como
dice Unamuno.
[1] Obviamente que también
podríamos agregar a Manuel Ugarte y Manuel Gálvez, pero éstos tocaron
tangencialmente lo criollo y su expresión, y no de manera específica.
[3] Ese mismo año un poeta oriental (uruguayo)
Antonio Lussich publica Tres gauchos
orientales y El matrero Luciano Santos pero sin mayor acogida popular.
[4] Carta a Adolfo Casabal
del 11 de enero de 1903 a propósito de los dos folletos de Ernesto Quesada: El problema del idioma nacional y El criollismo en la literatura argentina.
[6] Publicado
en Internet y en infinidad de medios periodísticos y en nuestro libro Pensamiento de ruptura, Theoria, Buenos
Aires, 2008.