lunes, 31 de diciembre de 2012

LA GRANDE ARGENTINA o una nación subalterna



Por Julio Irazusta

A los  treinta y seis años de su desaparición, la figura del gran poeta nacional tiene tanta o mayor actualidad que el día en que decidió eliminarse de entre los vivientes .
Lo que de su poesía sobrevivirá está más próximo a la etapa final de su pensamiento que a los comienzos de su carrera literaria. En cambio, la influencia de sus ideas en la situación a que ha llegado el país es mucho mayor que la tuvo mientras las propagaba.
Su prédica a favor de la “hora de la espada”, su tesis de que las fuerzas armadas eran la última esperanza del orden y de que la aristocracia militar era el único baluarte contra el demagógico desborde en que se tradujo la incipiente democracia de sufragio universal, a pocos años de su inauguración, no logró éxito ni intelectual ni práctico de apreciable importancia.

La revolución de 1930, cuya proclama había redactado, no tuvo el discernimiento necesario para incorporarlo al ministerio.El jefe del gobierno, que había estado en el Parque junto a Leandro Além y a Lisandra de la Torre, prefirió el asesoramiento de los derrotados en 1912, cuyos nombres –las letras grandes que, según Platón, son las únicas que el pueblo entiende- no tenían, precisamente, significado revolucionario.
Cierto, sus libros más recientes, LA PATRIA GRANDE Y LA GRANDE ARGENTINA, pregonaban un cambio de las cosas nacionales, excesivo para los objetivos demasiado mediocres y pedestres que tenía en vista la administración, al otro día del 6 de setiembre, en contradicción con la propaganda empleada en la conspiración para persuadir a los militares que debían acompañar el pronunciamiento.
Así lo comprobó poco después el testimonio de un futuro presidente de la República, Pedro Pablo Ramírez, un documento que reprodujo la NUEVA REPÚBLICA.

Pero si eran explosivas las críticas de Lugones, impresas en diarios y libros, contra el electoralismo imperante, sus proposiciones de arreglo no diferían fundamentalmente del régimen establecido desde hacía casi ochenta años por los hombres de la llamada organización nacional de 1853. Y él personalmente no me pareció proclive a sacar los pies del plato, en el gobierno presidido por un general, la única vez que entrevistamos juntos a Uriburu, después del 5 de abril de 1935.

En esa ocasión no habló sino para hacer el papel de introductor de embajadores, como jefe de la Acción Republicana que con él formábamos, mientras los jóvenes dialogábamos con el presidente con la misma libertad con que lo hacíamos en el llano. A la excusa que daba su inacción, de que no tenía pueblo, se contestó al general que éste lo acompañaría de nuevo en cuanto iniciara una serie de medidas verdaderamente revolucionarias, según lo ocurrido el 6 de setiembre de 1930 al derrocar el gobierno elegido de acuerdo a las leyes vigentes.

Tampoco tuvo éxito cuando, junto con los que formábamos Acción Republicana, redactó, en colaboración con el Dr. Angelino Zorraquín, un memorial sugerido por Rodolfo Irazusta, solicitando del Gobierno que no se siguiera sacando oro de la Caja de Conversión para continuar con el servicio de la deuda externa. Y mucho menos lo tuvo cuando intentó reunir, en 1934, en un solo haz, las agrupaciones nacionalistas surgidas a raíz de la revolución de setiembre de 1934, bajo el nombre de Guardia Argentina, cuyos estatutos y programa redactó en folleto impreso con aquel nombre, aunque sin mencionar el del autor.
Iguales o peores frustraciones sufrió durante el gobierno de Justo, que había pedido su colaboración para la campaña presidencial, a quien llamó, imitando a Sarmiento sobre la candidatura de Montt en Chile,  “el único candidato”. En esa época –según referencias verbales de Clemente Villalba Achával- el régimen lo tuvo al gran hombre ilusionado con la revolución nacional que se iba a hacer de un momento a otro, hasta la antevíspera del día en que Ortiz iba a recibir el mando.

Última causa, sin duda alguna, entre las varias otras que habrían influido en su decisión de eliminarse.
Por el contrario, el triunfo de su prédica antiliberal y antidemocrática y a favor del militarismo había de producirse un lustro más tarde, cuando la revolución del 4 de Junio de 1943 puso término al gobierno del presidente Castillo. Desde ese momento hasta hoy –salvo los períodos incompletos de las presidencias de los doctores Ortiz, Castillo, Frondizi Illia-, la jefatura del Estado estuvo en manos militares, aunque por lo general bajo la inspiración de los burgueses civiles, herederos de la tradición que inspira el pésimo sistema de la conducción nacional, desde Caseros hasta nuestros días. Arbitrariedad, despotismo, tendencia al gobierno absoluto, so pretexto de eficiencia administrativa y estatal, constituyeron la enseñanza que Lugones dejó al país en la última etapa de su carrera literaria. No se puede afirmar que ello redundara en beneficio del interés nacional.Pero no hay duda que, con todos sus errores de doctrina, sus ideas influyeron de modo decisivo en el cambio experimentado por el pensamiento nacional en las tres décadas largas posteriores a su muerte.
El Revisionismo, si no le disgustó, lo dejó indiferente a no ser hasta donde él lo llevó de modo alternativo, en lo que se refería a Rosas y a Sarmiento, en el artículo sobre el sable de San Martín y en su historia del volcánico sanjuanino. Pero su exaltación del patriotismo, con la magia de su estilo, en prosa y verso, produjo efecto electrizante en un país extraviado por el cosmopolitismo, el sentido reverencial de lo extranjero y el repudio de su pasado y de su origen, absurdos compartidos con sus mejores conciudadanos de las generaciones inmediatamente anteriores a la suya.

En LA GRANDE ARGENTINA señaló el inmenso peligro que nos acechaba en medio de un mundo hambriento y endurecido por la guerra, regido por el imperialismo económico, o método del dominio de un país fuerte sobre otro débil. Dijo inexistente la soberanía que no resulta de un poder político y militar efectivos. Sostuve que el manejo de nuestros mayores intereses desde afuera era una situación colonial. Peligros agravados por la segunda guerra general del siglo XX, que hizo del mundo algo mucho peor de cómo lo había dejado la del 14 al 18. Allí planteó este dilema: o hacemos la grande Argentina o nos resignamos a ser nación subalterna. Y en LA PATRIA FUERTE había anticipado que nuestra única garantía de subsistencia era volvernos poco a poco gran potencia.

Palabras que suenan como las que hoy se oyen.
No se contentó con exponer males. Propuso remedios. Muchos de éstos exhibían gran sentido práctico.
Pero entre todos adolecían de dos defectos capitales: no dar al problema de las influencias extranjeras tradicionales la enorme importancia que tenía, y su incomprensión de la indispensable colaboración de todos los elementos sociales en una empresa de engrandecimiento nacional.Su falta de fe en el pueblo, y, por el contrario, su excesiva confianza en las bondades de un despotismo ilustrado, base de su militarismo, le impidieron acertar.
Pero la mayoría de los que hoy repiten sus expresiones de anhelo patriótico no ha superado dichas insuficiencias. La gran potencia no se hace como un Fiat Lux, por decisión unilateral de un hombre o de un pueblo, sino en el curso de los tiempos, por los países con vocación de grandeza y capacidad de aprovechar las oportunidades que ofrece la evolución histórica, así como la perseverancia para incorporar al sistema de conducción nacional las ventajas logradas por cada generación y descartar los errores en que ellas hayan incurrido.

El rasgo que caracteriza la vida de Lugones es el de no tener, desde todos los ángulos, desde todas las posiciones, a veces contrapuestas en el mismo momento –puesto que siempre reivindicó para sí el derecho de contradecirse-, otro pensamiento que el servir a su patria.
Y como las ideas nacionales a que se aferró en su etapa final eran inherentes al patriotismo –mientras las opuestas lo niegan-, sus escritos en prosa y verso tienen una actualidad prístina que se advierte a cada nueva lectura.

Sin duda su poesía estará en la memoria de todos, cuando se empiece a formar una antología con lo mejor de su prosa. Como sus versos deslumbraron a los jóvenes desde su aparición, según se lo dijeron a don Alfonso Reyes, y ahora lo confiesa Borges, los que en nuestra juventud y en nuestra ancianidad lo admiramos seguiremos admirándolo. Pero en el momento, su épica –incluso la del Centenario, de fondo tan discutible- nos parece superior a su lírica. Un fragmento de ODAS SECULARES –con tantos resabios de su anarquismo inicial- no fue superado por los POEMAS SOLARIEGOS ni los ROMANCES DEL RÍO SECO, aquel que se refiere a los próceres de la independencia:

“Hagamos de sus tumbas las macetas de flores
con que los buenos muertos prorrogasn sus amores.
Como si nos dijeran con su palabra honrada
Que la eternidad formóse  de vida renovada;
Y así como ellos precisamos vivir,
No del pasado ilustre, sino de porvenir.

Pues ellos nos dejaron, en sus actos más bellos,
El duro y noble encargo de ser mejores que ellos.
Su probidad sencilla, su piedad grave y recta,
El porfiado heroísmo de su vida imperfecta,
El timbre igualitario que dueron a sus nombres,
Nos prueba que, ante todo, cuidaban de ser hombres.
Y lo que nos lo torna más buenos y admirables,
En los póstumos días, es que son imitables”.



Programa cívico  infinitamente superior a todas las soluciones que intentó legarnos la literatura política.

Clarín, Buenos Aires, 14 de junio de 1974.