Por Julio Irazusta
A los treinta y seis años de su desaparición, la
figura del gran poeta nacional tiene tanta o mayor actualidad que el día en que
decidió eliminarse de entre los vivientes .
Lo que de su poesía
sobrevivirá está más próximo a la etapa final de su pensamiento que a los
comienzos de su carrera literaria. En cambio, la influencia de sus ideas en la
situación a que ha llegado el país es mucho mayor que la tuvo mientras las
propagaba.
Su prédica a favor de la “hora
de la espada”, su tesis de que las fuerzas armadas eran la última esperanza del
orden y de que la aristocracia militar era el único baluarte contra el demagógico
desborde en que se tradujo la incipiente democracia de sufragio universal, a
pocos años de su inauguración, no logró éxito ni intelectual ni práctico de
apreciable importancia.
La revolución de 1930, cuya
proclama había redactado, no tuvo el discernimiento necesario para incorporarlo
al ministerio.El jefe del gobierno, que había estado en el Parque junto a
Leandro Além y a Lisandra de la Torre, prefirió el asesoramiento de los
derrotados en 1912, cuyos nombres –las letras grandes que, según Platón, son
las únicas que el pueblo entiende- no tenían, precisamente, significado
revolucionario.
Cierto, sus libros más
recientes, LA PATRIA GRANDE Y LA GRANDE ARGENTINA, pregonaban un cambio de las
cosas nacionales, excesivo para los objetivos demasiado mediocres y pedestres
que tenía en vista la administración, al otro día del 6 de setiembre, en
contradicción con la propaganda empleada en la conspiración para persuadir a
los militares que debían acompañar el pronunciamiento.
Así lo comprobó poco después
el testimonio de un futuro presidente de la República, Pedro Pablo Ramírez, un
documento que reprodujo la NUEVA REPÚBLICA.
Pero si eran explosivas las
críticas de Lugones, impresas en diarios y libros, contra el electoralismo
imperante, sus proposiciones de arreglo no diferían fundamentalmente del
régimen establecido desde hacía casi ochenta años por los hombres de la llamada
organización nacional de 1853. Y él personalmente no me pareció proclive a
sacar los pies del plato, en el gobierno presidido por un general, la única vez
que entrevistamos juntos a Uriburu, después del 5 de abril de 1935.
En esa ocasión no habló sino
para hacer el papel de introductor de embajadores, como jefe de la Acción
Republicana que con él formábamos, mientras los jóvenes dialogábamos con el
presidente con la misma libertad con que lo hacíamos en el llano. A la excusa
que daba su inacción, de que no tenía pueblo, se contestó al general que éste
lo acompañaría de nuevo en cuanto iniciara una serie de medidas verdaderamente
revolucionarias, según lo ocurrido el 6 de setiembre de 1930 al derrocar el
gobierno elegido de acuerdo a las leyes vigentes.
Tampoco tuvo éxito cuando,
junto con los que formábamos Acción Republicana, redactó, en colaboración con
el Dr. Angelino Zorraquín, un memorial sugerido por Rodolfo Irazusta,
solicitando del Gobierno que no se siguiera sacando oro de la Caja de
Conversión para continuar con el servicio de la deuda externa. Y mucho menos lo
tuvo cuando intentó reunir, en 1934, en un solo haz, las agrupaciones
nacionalistas surgidas a raíz de la revolución de setiembre de 1934, bajo el
nombre de Guardia Argentina, cuyos estatutos y programa redactó en folleto
impreso con aquel nombre, aunque sin mencionar el del autor.
Iguales o peores
frustraciones sufrió durante el gobierno de Justo, que había pedido su colaboración
para la campaña presidencial, a quien llamó, imitando a Sarmiento sobre la
candidatura de Montt en Chile, “el único
candidato”. En esa época –según referencias verbales de Clemente Villalba
Achával- el régimen lo tuvo al gran hombre ilusionado con la revolución
nacional que se iba a hacer de un momento a otro, hasta la antevíspera del día
en que Ortiz iba a recibir el mando.
Última causa, sin duda
alguna, entre las varias otras que habrían influido en su decisión de
eliminarse.
Por el contrario, el triunfo
de su prédica antiliberal y antidemocrática y a favor del militarismo había de
producirse un lustro más tarde, cuando la revolución del 4 de Junio de 1943
puso término al gobierno del presidente Castillo. Desde ese momento hasta hoy –salvo
los períodos incompletos de las presidencias de los doctores Ortiz, Castillo,
Frondizi Illia-, la jefatura del Estado estuvo en manos militares, aunque por
lo general bajo la inspiración de los burgueses civiles, herederos de la
tradición que inspira el pésimo sistema de la conducción nacional, desde
Caseros hasta nuestros días. Arbitrariedad, despotismo, tendencia al gobierno
absoluto, so pretexto de eficiencia administrativa y estatal, constituyeron la
enseñanza que Lugones dejó al país en la última etapa de su carrera literaria.
No se puede afirmar que ello redundara en beneficio del interés nacional.Pero
no hay duda que, con todos sus errores de doctrina, sus ideas influyeron de
modo decisivo en el cambio experimentado por el pensamiento nacional en las
tres décadas largas posteriores a su muerte.
El Revisionismo, si no le
disgustó, lo dejó indiferente a no ser hasta donde él lo llevó de modo
alternativo, en lo que se refería a Rosas y a Sarmiento, en el artículo sobre
el sable de San Martín y en su historia del volcánico sanjuanino. Pero su
exaltación del patriotismo, con la magia de su estilo, en prosa y verso,
produjo efecto electrizante en un país extraviado por el cosmopolitismo, el
sentido reverencial de lo extranjero y el repudio de su pasado y de su origen,
absurdos compartidos con sus mejores conciudadanos de las generaciones
inmediatamente anteriores a la suya.
En LA GRANDE ARGENTINA señaló
el inmenso peligro que nos acechaba en medio de un mundo hambriento y
endurecido por la guerra, regido por el imperialismo económico, o método del
dominio de un país fuerte sobre otro débil. Dijo inexistente la soberanía que
no resulta de un poder político y militar efectivos. Sostuve que el manejo de
nuestros mayores intereses desde afuera era una situación colonial. Peligros
agravados por la segunda guerra general del siglo XX, que hizo del mundo algo
mucho peor de cómo lo había dejado la del 14 al 18. Allí planteó este dilema: o
hacemos la grande Argentina o nos resignamos a ser nación subalterna. Y en LA
PATRIA FUERTE había anticipado que nuestra única garantía de subsistencia era
volvernos poco a poco gran potencia.
Palabras que suenan como las
que hoy se oyen.
No se contentó con exponer
males. Propuso remedios. Muchos de éstos exhibían gran sentido práctico.
Pero entre todos adolecían
de dos defectos capitales: no dar al problema de las influencias extranjeras
tradicionales la enorme importancia que tenía, y su incomprensión de la
indispensable colaboración de todos los elementos sociales en una empresa de
engrandecimiento nacional.Su falta de fe en el pueblo, y, por el contrario, su
excesiva confianza en las bondades de un despotismo ilustrado, base de su
militarismo, le impidieron acertar.
Pero la mayoría de los que
hoy repiten sus expresiones de anhelo patriótico no ha superado dichas
insuficiencias. La gran potencia no se hace como un Fiat Lux, por decisión
unilateral de un hombre o de un pueblo, sino en el curso de los tiempos, por
los países con vocación de grandeza y capacidad de aprovechar las oportunidades
que ofrece la evolución histórica, así como la perseverancia para incorporar al
sistema de conducción nacional las ventajas logradas por cada generación y
descartar los errores en que ellas hayan incurrido.
El rasgo que caracteriza la
vida de Lugones es el de no tener, desde todos los ángulos, desde todas las
posiciones, a veces contrapuestas en el mismo momento –puesto que siempre
reivindicó para sí el derecho de contradecirse-, otro pensamiento que el servir
a su patria.
Y como las ideas nacionales
a que se aferró en su etapa final eran inherentes al patriotismo –mientras las
opuestas lo niegan-, sus escritos en prosa y verso tienen una actualidad
prístina que se advierte a cada nueva lectura.
Sin duda su poesía estará en
la memoria de todos, cuando se empiece a formar una antología con lo mejor de
su prosa. Como sus versos deslumbraron a los jóvenes desde su aparición, según
se lo dijeron a don Alfonso Reyes, y ahora lo confiesa Borges, los que en
nuestra juventud y en nuestra ancianidad lo admiramos seguiremos admirándolo.
Pero en el momento, su épica –incluso la del Centenario, de fondo tan discutible-
nos parece superior a su lírica. Un fragmento de ODAS SECULARES –con tantos resabios
de su anarquismo inicial- no fue superado por los POEMAS SOLARIEGOS ni los
ROMANCES DEL RÍO SECO, aquel que se refiere a los próceres de la independencia:
“Hagamos de sus tumbas las
macetas de flores
con que los buenos muertos
prorrogasn sus amores.
Como si nos dijeran con su
palabra honrada
Que la eternidad formóse de vida renovada;
Y así como ellos precisamos
vivir,
No del pasado ilustre, sino
de porvenir.
Pues ellos nos dejaron, en
sus actos más bellos,
El duro y noble encargo de
ser mejores que ellos.
Su probidad sencilla, su
piedad grave y recta,
El porfiado heroísmo de su
vida imperfecta,
El timbre igualitario que
dueron a sus nombres,
Nos prueba que, ante todo,
cuidaban de ser hombres.
Y lo que nos lo torna más
buenos y admirables,
En los póstumos días, es que
son imitables”.
Programa cívico infinitamente superior a todas las soluciones que intentó legarnos la
literatura política.