jueves, 11 de agosto de 2011

LA NACION




La nación pertenece al orden natural. Es naturaleza. Su origen está en la familia misma, que trasciende, inicialmente, al clan y a la tribu, por una acción cuantitativa, hasta devenir concretamente en "nación".

Por natural, entendemos lo que le ha sido "dado" al hombre; por histórico, lo que está en el mundo de las decisiones humanas. Lo que el hombre no puede cambiar, es naturaleza, en lo que puede influir, es historia. Lo que el hombre crea, es cultura.
En su inicio pues, la nación representa una unidad racial y la convivencia de las familias que la integran, en un mismo lugar. Por consiguiente, en la idea de nación, están implícitos el mismo origen y el mismo paisaje, o sea, una raza armonizada plenamente en su raíz biológica y en su adaptación telúrica.

En realidad, las naciones son agrupaciones de grandes ramas consanguíneas. Aún en los países que han sufrido grandes procesos migratorios, esto vuelve a ser una realidad al cabo de cierto tiempo. Un hombre, a través de veinte generaciones, tiene más de quinientos mil antepasados. Si una región, hace cuatrocientos años, tenía cien mil habitantes y no ha sufrido introducción de elementos foráneos de cierta importancia numérica, virtualmente los habitantes actuales son todos parientes consanguíneos entre si.
Todos los elementos en conjunto: unidad de raza, influencia del paisaje, adaptación vital al medio ambiente y evolución cuantitativa que se traducirá en una heterogeneidad cada vez mayor y más compleja del ser nacional, darán definitivamente el fenómeno "nación", cuya característica distintiva será el "temperamento" nacional, más preciso que las características somáticas, y más rápido que éstas en adquirirse y definirse.
Este fenómeno natural que es la nación, puede sufrir -y generalmente sufre- modificaciones en su ser genuino. Tanto el paisaje, con su tan íntima y directa influencia sobre la raza, como la raza misma, pueden cambiar o variar por causas naturales o históricas.
Cuando se pierde momentáneamente la unidad consanguínea, el paisaje vuelve a adquirir su importancia como forjador de razas, aunque su influencia, casi imperceptible para nosotros por su lentitud, provocará las consiguientes crisis en la evolución del ser nacional.
Cuando, además de quebrada momentáneamente la unidad consanguínea, no exista la fijeza o la unidad en el paisaje, la nación perdurará, no obstante, como tal, en virtud de un nexo psicológico: la voluntad de ser nación, que es al comienzo una necesidad de la vida común, y que luego, en etapas más evolucionadas en sentido de madurez -nunca de perfección- deviene sutilmente en poderosa idealización que llegará a crear en los individuos, nada menos que una jerarquía de valores.
A medida que el ser nacional evoluciona cuantitativamente, se opera una inversión, en orden de importancia, de sus elementos constituyentes. De la raza armonizada con el paisaje y tenuemente vinculada por el nexo psicológico -casi innecesario entonces- se pasa al nexo psicológico como factor principal de la constitución de la nación. Y tanto que, a veces, llega a ser absoluto y único, ya que puede darse el caso de que no exista, en un momento histórico determinado, la unidad racial y de que haya desaparecido el paisaje, por el cambio del paisaje o la variedad del mismo dentro del propio territorio y no obstante, la nación subsista y conserve intactas sus posibilidades de viabilidad.
Pocas son las naciones que han podido conservar cierto grado de pureza racial, no de unidad racial, esta sí, fácil de lograr y de conservar. Las migraciones, por causas bélicas, económicas, religiosas o políticas, han alterado permanentemente, en un constante fluctuar histórico, la pureza de las razas. La migración, en quienes emigran, implica asimismo el cambio de paisaje. En cuanto a la ausencia de paisaje -y que por su misma ausencia crea un influencia de carácter psicológico que reemplaza la específica de carácter telúrico- aparece sólo en ciertas expresiones excepcionales de "nomadismo cultural", de las cuales son una grotesca supervivencia -inclusive por su desconexión con el tiempo- las tribus gitanas. El mismo caso se da aunque con caracteres peculiarismos, en el pueblo judío y, desde luego, con mucha mayor nocuidad para las naciones que lo albergan. Más adelante veremos los problemas conexos que presentan en la actualidad, la supertécnica, la superpoblación, y conjugado con estos dos factores, el predominio nocivo de las grandes urbes sobre el espíritu de la tierra. Naturalmente, usamos el término de "raza" en su sentido habitual y convencional y no dentro del rigor científico.

Este nexo psicológico que en su inicio es simplemente un claro instinto gregario, no sólo participa de la necesidad y conveniencia de vivir en común, no sólo es un sentimiento de pertenecer a la comunidad nacional, sino que se traduce principalmente en una voluntad de pertenecer a la comunidad nacional omo ésta es y de conservarla como tal en su auténtico ser genuino, de tal manera que este nexo, para nosotros aparentemente psicológico tan sólo, llegará a constituir una ley de fidelidad específica.

La pertenencia del individuo a la nación es de carácter ineludible e inevitable como la sangre misma.
En el prístino sentido de la palabra, se halla claramente expresado este concepto de origen, de filiación irreversible: nación de "nasce", nacimiento.
El "hacerce" de una nación, no está en contradicción con lo dicho. Ya que el "hacerse histórico", en el sentido de Ortega y Gasset, es un hacerse sobre una base natural. El "hacerse" deriva del "ser".
Y no solamente el hombre no podrá dejar de pertenecer a la nación, sino que tofo lo humano, todo lo que sea un producto o un producirse humano, será necesaria e ineludiblemente nacional.

Libro "Universalidad del Nacionalismo", de Emilio Juan Samyn Duco









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