Por Hernán Capizzano.
"Ahora estoy en las trincheras
dando la cara a la muerte,
si caigo, sólo lo siento,madrecita de mi alma,
porque no volveré a verte.
Pero se que si me matan,
en la tierra en que yo muera,
se alzará como una espiga,
¡¡roja y negra!!
con la pólvora y la sangre, mi bandera."
En el derrotero del nacionalismo argentino los años que van de 1930 a 1945 son los más ricos en cuanto a su crecimiento, desarrollo, producción intelectual, engrosamiento de sus filas, etc. Un verdadero movimiento que pugnaba por ser encauzado y lograr la unidad de sus numerosos matices, de su conducción y de su acción.
Y son precisamente los años en que la sangre se derramó con mayor generosidad. Se consideró al joven Lacebrón Guzmán como el primer caído del movimiento, pero otros lo habían precedido, aunque no se los honró debido a que, o no eran de nacionalidad argentina o bien adscribían a grupos que todavía no se habían afianzado dentro de sus filas.
Nació en la ciudad de Mendoza, el 17 de agosto de 1914, día en que se recuerda a San Jacinto y día en que se conmemora al Libertador General San Martín. Todo pareciera indicar que las cosas de Dios y de la Patria estuvieron presentes desde su primer álito de vida. Una pedagogía por algunos resistida: no hay Dios sin Patria, y está se desangra sino está Dios como fundamento. Y no cabe duda de que Lacebrón llevó muy dentro suyo estos pilares, tan encarnados que en su defensa conoció la muerte.
Su padre era don Modesto Lacebrón y su madre doña Rafaela Guzmán. Ambos tuvieron otro hijo nacido en 1916 al que llamaron Tomás. Jovencísimo acompañó los restos mortales de su hermano con el propio uniforme del grupo donde ambos militaran. Más tarde ingresaría al Ejército.
Jacinto cursó sus estudios primarios en su ciudad natal y luego ingresó en la Escuela Normal Nacional egresando en 1932 con el título de maestro. Tenía 18 años y decidió viajar a Buenos Aires para ingresar en la Facultad de Derecho. En 1934, luego de asentarse durante un año en el Uruguay, vuelve a Buenos Aires para reiniciar los estudios. Junto a su hermano se alistará en un nuevo grupo surgido a fines del año anterior: la “Legión Nacionalista”.
Las crónicas postmortem lo señalan bajo un aspecto épico y sacrificado, “... la flor del Cuyo altivo; a su edad, cuando el todo llama junto a la vida fácil, él la desdeña y se somete; obedeciendo a un sublime mandato a la disciplina férrea pero noble de la valiente Legión Nacionalista. Una misión se impone; ha de dar todo por ella sin reclamar nada, y todo lo da...”[1].
Jacinto ocupó variadas actividades en su Legión Nacionalista. Había practicado dotes de orador, pues en aquellos tiempos las tarimas de prédica y combate podían alzarse en cualquier esquina céntrica o de arrabal. En más de una ocasión fue uno de los oradores, y en otras ejerció tareas de milicia. En efecto, también formó en los grupos especiales con que todos los sectores políticos solían contar. El pacifismo a ultranza estaba muy lejos y más bien se respiraba la realidad cotidiana de las pasiones, la lucha y la conquista de espacios.
Pero su muerte no se produce en ninguno de aquellos escenarios. Lo tomó sin prevenciones especiales, aunque no por sorpresa. En realidad la militancia de calle conocía de los peligros y las sorpresas no existían.
Fue el 15 de septiembre de 1934, vísperas del Congreso Eucarístico Internacional, muy cerca precisamente de donde se alzara la gran cruz que dominó las ceremonias. No fue en busca de la aventura, de la violencia por la violencia misma, ni siquiera para medirse ante el resto. No, fue sencillamente en defensa de dos hombres que atacados por una horda comunista se hallaban en inferioridad de condiciones. La nobleza de su alma no pudo resistir tal imagen. No importa quienes eran los agredidos, ni siquiera el número de sus atacantes. No lo arredró la fiera imagen de los victimarios. Pero cuando se lanzó a la lucha un impacto de bala lo echó en tierra.
Horas más tarde fallecía con todos los auxilios espirituales. Todo el movimiento lo invocó, lo homenajeó y llevó a pulso. No se lo lloró, se lo envidió. Tal la mística de aquellos luchadores.
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